22/02/13
Crónicas de un sufrido usuario del Mitre
A mí también me pasó el tren por encima. No literalmente, por suerte. Pero soy otro de los usuarios frecuentes del ramal Retiro-Tigre del Ferrocarril Mitre, ese que el ministro Florencio Randazzo, como si fuera sólo un aséptico comentarista y no el responsable político y operativo del servicio de transporte, califica de “desastre”. Cuando me mudé a la zona norte del conurbano, en 1998, el servicio de trenes parecía europeo. Se cumplían los horarios, pasaban cada diez minutos de lunes a viernes, los vagones estaban limpios y tenían aire acondicionado. Incluso llegué a disfrutar de una experiencia fugaz de servicio diferencial: se pagaba más, pero todos viajaban sentados. Me daba un poco de culpa viajar tan bien. Tenía compañeros de trabajo que me contaban sus penurias a bordo del Sarmiento, donde las demoras, los vagones abarrotados de gente, las cancelaciones y los descarrilamientos eran parte del paisaje habitual. Me sentía parte de una Argentina pudiente, rica, aristocrática, cheta, que privilegiaba de manera obscena a un tren porque pasaba por barrios de clase alta. Y era así, hasta el punto de que existieron denuncias ante el Inadi por discriminación en materia de inversión ferroviaria. Pero, por suerte, para quienes creemos que se debe revertir la desigualdad, diez años de kirchnerismo sirvieron para hacer justicia. Hoy, ya no existen trenes VIP que sólo funcionan bien para gente con plata. El Mitre anda tan mal como el Sarmiento. Demoras de 20, 30 o 45 minutos. Cancelaciones. Vagones sucios, sin aire acondicionado y repletos de gente. Descarrilamientos. Principios de incendio en las vías. Mi viaje al centro duraba 25 minutos. Hoy, entre el colectivo y el subte, tardo más de una hora. Puedo recurrir al remise en caso de urgencia. Pero hay gente que vive en la zona norte y que no tiene muchas alternativas. Gente común que pierde tiempo, trabajo, plata, paciencia. Y con la que, cuando no me queda otra que volver a esperar el tren, compartimos algo más: la intuición de que, a bordo, también podemos perder la vida. (Clarín)