02/07/15
Verona-Múnich: el tren de los refugiados
En el andén se apiñan los africanos, los sirios y los afganos hasta donde acaban las vías. Entre sus piernas sostienen bolsas de plástico ajadas. Dentro de las bolsas hay un par de prendas de vestir, agua y un trozo de pan.
El tren entra en la estación. Ellos se precipitan hacia las puertas, tropiezan, se empujan, se arrojan en tropel a través de la estrecha abertura. La bolsa se engancha, la gente presiona desde atrás. Un bebé chilla. Está firmemente sujeto a la espalda de su madre. La mujer sigue avanzando a empujones hasta el pasillo del tren. En tan solo unos minutos, todos los sitios libres están ocupados por algún refugiado. Visto desde arriba, parece un mar negro con dos o tres manchas claras. Una de ellas es la permanente blanca de una veraneante. “Esta es la nueva realidad”, observa. Dice que la sensación es “extraña”. No es lo mismo que cuando ve las imágenes de las pateras atestadas en las noticias de la noche. Las imágenes no respiran, no huelen. Cuando muestran a los niños que huyen, los que no se están riendo gatean con los ojos muy abiertos entre las piernas. Es raro tener sentada al lado de uno la crisis de los refugiados. La crisis viaja a diario en el tren de Verona a Múnich.
El año pasado, en los alrededores de Rosenheim se recogiieron a 12.500 refugiados que llegaban en tren o por carretera. Este año son ya 6.000 solo en los cinco primeros meses. Más del 60% viaja en ferrocarril. La mayoría de los que pasan por la ruta del Brennero vienen de Eritrea. Se echan exhaustos en los asientos blancos del tren. Muchos duermen con la cabeza apoyada en las mesas que hay delante de las ventanillas o en el hombro del vecino. Es la última etapa de su largo viaje. Han atravesado el desierto, los han encerrado en cárceles, se han enfrentado al mar en una barca inflable, y ya solo les faltan menos de 200 kilómetros para llegar a su meta: Alemania. Lo único que todavía se interpone en su camino es la policía italiana y austriaca. Según el Tratado de Schengen, estos dos países colindantes tienen la obligación de procurar que la entrada en Alemania no se produzca sin ningún control. Por eso los andenes de Bolzano también suelen estar llenos de refugiados. Aquí, en la última estación de Austria, los italianos hacen la selección. Gabriele Nones está junto a la vía 6. La cruz roja de su uniforme azul claro brilla casi tanto como sus cabellos teñidos del mismo color. Esta mujer de 67 años es miembro de Cruz Roja y una de los 20 colaboradores que se ocupan cada día de los expatriados varados en la estación. La mayoría son voluntarios de Bolzano. Algunos días, de los vagones brotan cientos de personas en busca de asilo. Esta vez eran solo 70.
“Afortunadamente, todos estaban bien”, cuenta Nones. A menudo tienen quemaduras y heridas infectadas. A muchos ha habido que llevarlos al hospital, explica, pero ellos no quieren. Solo quieren una cosa: llegar a Alemania. A veces descansan un momento en el banco de madera que hay en las pequeñas dependencias cubiertas de azulejos que tiene Cruz Roja en la estación. A los que tienen sarna les dan una ducha, ropa nueva y una pomada para las zonas que se han rascado. Además reciben algo para comer, normalmente atún –los musulmanes y los budistas también lo comen– y unas galletas para los niños, y a continuación prosiguen viaje en el siguiente tren. Las posibilidades de pasar no son pocas. “Es fácil ir a Alemania”, explica Josef, de 21 años, en inglés. Sentado en el asiento del vagón, estira las larguiruchas piernas y contempla cómo los Alpes pasan veloces junto a la ventanilla. A principios de 2014 salió de Eritrea en dirección a Europa. El anillo con la piedra roja de uno de sus dedos es de su novia, que tuvo que quedarse en Sudán. En el transporte que los llevaba a través del desierto se puso enferma. Josef guarda silencio un instante. A continuación, vuelve a reír. La policía italiana no lo ha descubierto cuando estaba escondido en el baño durante el control de Bolzano. Su amigo se deslizó debajo del asiento. Es frecuente que los viajeros se lleven un buen susto cuando un refugiado sale a gatas de debajo de ellos, a lo mejor porque Sabine Cremer le ha dado en la cara con la luz de su linterna. La agente de policía de 33 años con ojos azul claro está sentada en el bar del tren. Acaba de terminar los controles con sus colegas italianos. Esta vez la cosa ha sido tranquila, pero también ha tenido otras experiencias: “gritos, golpes, mordiscos”.
Así resume escuetamente las reacciones de algunos a cuyo viaje pone fin cuando están tan cerca de su destino. ¿No siente compasión? “En mi trabajo no hay sitio para ella”. No se permite tener opinión, y afirma: “Solo somos una prolongación de la política”. Una política de contradicciones No se quieren muertos en el Mediterráneo, pero tampoco se permite la inmigración legal a Europa. Por eso se refuerzan los controles en la frontera alemana. Solidaridad sí, pero, por favor, nada de cuotas obligatorias de refugiados en los países de la Unión Europea. Italia está desbordada de expatriados. Aquí, en el tren, queda de manifiesto que también es una política cuyas reglas solo funcionan sobre el papel. Según ellas, Italia sería responsable de todos los refugiados que pisan por primera vez Europa en su suelo. Son miles a diario. “Es comprensible” que la policía italiana “no se mate” por impedir que salgan del país, opina Burkhard Kreutz, comandante de la policía de le región de Tirol. Tanto la policía italiana como la austriaca y la alemana tienen que hacer cumplir unas leyes que ya no son viables. Entretanto, el tren ha llegado a Innsbruck. En el pasillo hay cuatro policías austriacos asomados a las ventanas. “Esto ya no se puede parar”, dice uno de ellos señalando con un gesto de la cabeza los compartimentos repletos de refugiados. ¿Cómo se espera que, entre cuatro, controlen a 150 en media hora? Imposible.
Se llevan solo a 20. De todos modos, hoy los italianos no admitirán a más. Los rechazados volverán a estar mañana en el mismo tren. ¿Nadie se pregunta nunca qué sentido tiene esto? “Todos los días”, dice un policía, y abre la puerta del siguiente compartimento. Una niña con el cabello rizado y una camiseta roja de manga larga duerme en el regazo de su madre. “Levántese”, ordena la policía. La niña llora con mirada asustada. “Al final, esto de los niños acaba matándote”, susurra un agente y empuja a la pequeña para que pase delante de él. Fuera, la policía sujeta el brazo a la espalda de un refugiado. Dentro, una mujer con pantalón deportivo levanta la vista de la revista de viajes. “No es una forma muy agradable de acabar las vacaciones”, comenta. Una coqueta italiana del norte con sombra de ojos rosa se queja “de este olor”. Un compartimento más allá, el revisor dice riendo: “Nosotros sí que somos los mayores traficantes”. Pero la sarna le horroriza. En cambio, una mujer mayor se inclina infructuosamente hacia su vecino de asiento, un joven eritreo, que quiere ir a Hamburgo. “Allí hace frío”, le explica en inglés. “Los tratan como a ganado”, es el comentario de otra sobre la actuación de la policía que acaba de presenciar. La siguiente parada es Rosenhein. Las penalidades de los refugiados eran todavía el principal tema de conversación cuando una catástrofe se abate también sobre los pasajeros. “¡Por Dios!”, exclama una señora, llevándose las manos a la cabeza. Cuarenta minutos de retraso por culpa de la acción policial. Al menos 30 agentes alemanes con chalecos antibalas y pistolas a la cintura pasan por el pasillo. “Barrido”, le llaman. En cada vagón tiene lugar la misma escena: “¿Pasaporte?” Un gesto negativo con la cabeza. “Es ilegal. Tiene que salir”. Si el compartimento está vacío, viene su compañera Cindy con la linterna. Apoya una rodilla en el suelo, baja la cabeza, se inclina hasta tener la cara cerca del suelo y mira debajo del asiento. De la oscuridad entre dos grupos de asientos del vagón surge el brillo blanco de dos ojos detrás de una mochila de Spiderman. “¡Abra!”, grita su compañero un par de metros más allá, y golpea la puerta del baño. Dos chicos de menos de 16 años salen arrastrando los pies con expresión compungida. En el andén se forma otra vez una larga cola de refugiados. La policía cuenta 130. Hasta ahora nunca habían tenido tantos. Los niños lloran, una mujer se acuclilla y se sujeta contra el rostro el pañuelo de la cabeza para protegerse.
Todavía no saben que lo han conseguido. La acusación de inmigración ilegal casi siempre se retira cuando presentan la solicitud de asilo. Y entonces, ¿para qué todo este despliegue? “Eso pregúnteselo a los políticos”, dice uno de los policías. Lentamente, el tren reemprende la marcha traqueteando. Una mujer se alegra de que haya tantas plazas libres. Los carteles de reserva “VeronaMúnich” que hay encima de ellos son ya lo único que recuerda a los refugiados, que en este viaje han estado más cerca de la mayoría de los viajeros que nunca hasta entonces. (El País)